A 20 años del Room on fire: un final que no tiene final

Celebramos dos décadas del segundo disco de The Strokes

Hace unos días que tenía la misión de sentarme a escribir este artículo pensaba que sería una cosa sustancialmente fácil: escribir sobre un álbum que conozco a la perfección, de principio a fin, y que además contiene mis tres temas favoritos de la banda. Qué tan difícil podría ser.

Y fue cuando comencé a tratar de poner en palabras lo que durante mi adolescencia escuchaba en este disco y de describir cómo esa energía sigue estando ahí, contenida y esperando a hacer explosión al poner play, que me di cuenta de lo difícil que iba a resultarme. Siempre he sostenido que este es el mejor disco de la banda, siempre ha sido mi favorito; me enfrentaba entonces a la tarea de argumentarlo.

Pensé entonces en mi primer acercamiento a él: la televisión, como antes consumíamos todo. Primer plano de un micrófono, trajes y corbatas, una batería, un bajo, un​  joven con camisa negra y cabello despeinado. Yo, sin saberlo, observaba en la pantalla a los salvadores del rock consagrándose con uno de los himnos de mi generación: “Reptilia”. Era el Room on fire y eran los Strokes. Y así comenzó, y ya no se detuvo.

Siempre se ha calificado al Room on fire como un álbum demasiado similar a su primer material, Is this it, y que, en ese sentido, no ofrece nada más que la continuación de una fórmula. Claramente no podría disentir más. Al contrario de una parte de la crítica especializada y de algunos puristas de la música que insisten (neciamente) en reducir el espacio de los Strokes en la historia del rock, para mí este disco es signo de la madurez que rápidamente alcanzaron tras el éxito que resultó su álbum debut.

El mejor ejemplo de ello me parece el tema “Under control”, una balada que rompe el ritmo del disco para entregarnos a unos Strokes vulnerables y casi tiernos, que exponen a la vez el manejo que tienen de tiempos que, aunque parecen simples, resultan pulcros y llenos de una nostalgia que sólo la experiencia y el paso de la vida pueden dar.

Esa madurez y esa contundencia pueden escucharse también en los espacios violentamente marcados por Fabrizio Moretti en la canción que abre el disco, “What ever happened?”, y en la voz desesperada de Julian Casablancas: quiero ser olvidado, no quiero ser recordado. El lema de una generación que perdió la esperanza y adoptó el cinismo como consecuencia.

Luego, el ya mencionado himno “Reptilia”, canción que a partir de la repetición en bares se ha desgastado, pero que si se le escucha con el espacio y detenimiento que requiere, se entiende por qué logró que una generación entera de jóvenes decidieran comprar guitarras eléctricas para tocarla con sus bandas autónomas y autogestivas. El tema contiene una línea de bajo constante que trepida por los dedos de Nikolai Fraiture, acompañada por unas guitarras que resultan el contrapunto agudo perfecto y, claro, los golpes de Moretti en la batería.

Por su parte, “Automatic stop” y “12:51” se convirtieron en esas canciones amadas por los fans que lograban identificarse con letras tan sencillas que demostraban de forma casi perfecta lo que se siente ser joven: enamorarse, desenamorarse, los viernes solitarios, la facilidad de armar una fiesta, la incapacidad para ver el futuro y la facilidad de concentrarse en el presente.

El disco contiene también los temas “You talk way too much”, “Between love and hate” y “Meet me in the bathroom”, este último daría título a uno de los libros (y posterior documental) sobre la escena musical neoyorkina de los dosmil, y que resume en una frase la vida nocturna para algunos jóvenes en Nueva York (fenómeno que podría extrapolarse a algunas otras ciudades del mundo): nos vemos en el baño.

Luego de la también mencionada “Under control” y que, confieso, es mi tema favorito, el álbum continúa con “The way it is” y “The end has no end”, ambas con la presencia de las guitarras a cargo de Albert Hammond Jr. y Nick Valensi, que ya nos adelantaban parte de las ideas que consolidarían en el posterior First impressions of earth. Finalmente, llega una despedida cínica y mordaz en la que cinco neoyorkinos nos dicen we wont take that shit, “I can’t win”, tema que cierra el álbum tal como empieza: una batería concisa y puntual, tan fuerte y llena de la energía que sólo la juventud puede dar y que queda resonando en la cabeza aun luego del silencio tajante que termina la aventura.   

Así, lo que me parece que los Strokes hicieron en este disco fue consolidar un sonido que recupera la inocencia y crudeza del primero, y lo acompaña con la visión de la banda futura en la que se convertirían. Banda que a lo largo de 25 años ya, se ha ganado un lugar en las páginas de la historia de la música popular, pero que más allá de eso, ha logrado representar a una generación –quizá la última- que encontró en el rock una forma de resistir y de crearse una postura ante el mundo.

Fue en estas líneas que traté de argumentar por qué considero al Room on fire el mejor disco de los Strokes (lugar que le hago compartir con el The New Abnormal); sin embargo, más que argumentos medibles o cuantificables, pido al lector que me acompaña que abra sus oídos, que escuche con la intención, con la voluntad que se tiene al ser joven; pido que comparta el viaje, que vaya hacia 20 años atrás, cuando la vida parecía nueva. Pido al lector que recuerde la hipnosis que se experimenta con la música que te completa -de todas las formas que algo podría completarte-. Música que te permite sentir, música que construye poco a poco la persona que eres, y que jamás agota el potencial que tiene para emocionarte, para que, luego de 20 años, sigas regresando a ese lugar que te hizo feliz, al final que nunca tiene final.